San Miguel de Abona |
En San Miguel, el pueblo del abuelo Juan, me contaba él que había un cabrero que todos los días muy temprano llevaba sus cabras al monte para que comieran las mejores hierbas, las más frescas y tiernas. Así las cabras darían la mejor leche y podría elaborar los más sabrosos quesos. Cada mañana, como todos los días, se dirigía a aquellos lugares del monte que conocía, y donde estaban los mejores pastos para sus siete cabras negras, ya que al ser un rebaño pequeño podía vigilarlas bien y así procuraba que comieran lo mejor.
Un día se salió del camino habitual y subió por una pequeña montañita que estaba llena de pequeños pinos, y a medida que iba caminando los pinos se iban haciendo más y más grandes, hasta que llegó a lo alto de la pequeña montaña, y allí descubrió un barranco nuevo que no conocía, bajó con las cabras hacia el claro que allí se formaba y descubrió un paisaje precioso en el que se había originado una pequeña cascada con las últimas lluvias de la primavera. El arroyo que cruzaba el barranco estaba lleno de frondosa y verde vegetación, también abundaban los pequeños charcos de agua fresca y cristalina. El Sol era tan intenso que al pasar al lado de la cascada se formó un maravilloso arco iris. Era tan bonito que tanto él como las cabras se quedaron mirándolo. Un arco iris con sus siete colores: blanco, amarillo, naranja, rojo, verde, azul y malva.
- ¡Que bonito! – exclamaba el cabrero.
Barranco del Arco Iris |
Tan bonito era, que hasta las cabras balaron de alegría y se pusieron a dar saltos de alegría entre las piedras y los charcos allí formados, donde se reflejaban los colores del arco iris. El cabrero se sentó en una piedra a descansar y se tumbó, quedándose dormido, mientras las cabras comían aquellas estupendas hierbas y se refrescaban bebiendo el agua de los charcos de donde parecía que nacía el arco iris.
Cuando el cabrero se despertó no creía lo que estaba viendo con sus propios ojos. Se los frotó varias veces y finalmente, ya perplejo, vio que las cabras no eran negras, habían cambiado y ahora cada una de ellas era de un color distinto.
- ¡Oh, Dios mío!. Me han pintado las cabras – gritó el cabrero, y corriendo se acercó a ellas. Primero llegó a la cabra de color verde, a la cual él recordaba como una cabra totalmente negra, la tocó, acarició su pelo y lo observó de cerca, intentó averiguar como había sido pintada, pero aquello no era pintura y murmuró.
- El color es realmente verde, esto no es pintura, cada una es ahora de un color diferente: blanca, amarilla, naranja, roja, verde, azul... y malva - dijo señalando a la última de sus cabras.
Se quedó pensativo mientras recordaba el arco iris y entonces dijo en voz alta:
- El arco iris ha pintado mis cabras, cada una de un color. ¿Y ahora que voy a hacer?.Nadie querrá la leche de mis cabras, ni el queso que hago de su leche. ¿Qué voy a hacer?.
El cabrero se puso muy triste porque ahora ya no tenía cabras negras que dan buena leche sino que tenía cabras de colores y seguramente la gente no querría comprarle sus productos. Muy preocupado regresó al pueblo y cuando los vecinos vieron sus cabras se asustaron. Algunos pensaron que el cabrero se había vuelto loco y las había pintado, otros creyeron que era cosa de magia o de brujería, pero lo malo fue que todos pensaban que era mejor no comprar la leche ni los quesos del cabrero.
El cabrero se sintió muy solo y angustiado. Continuó llevando sus cabras al monte para que comieran, pero a sitios cercanos y conocidos. En los siguientes días a aquel extraño suceso del arco iris no volvió a ordeñar las cabras.
Pero la noticia de las siete cabras de colores enseguida empezó a conocerse por los demás pueblos, y la gente, curiosa, comenzó a ir al pueblo de San Miguel para ver esas cabras de colores.
-¿Dónde están las cabras del arco iris? – preguntaban los visitantes al llegar a la plaza del pueblo a los vecinos, y éstos extrañados, le señalaban la casa del cabrero, que estaba por encima de la fuente pública, a donde todos se dirigían.
Cuando llegaron a la casa del cabrero, éste estaba sentado muy triste en un banquito de madera que tenía por fuera de la casa.
- Enséñanos tus cabras de colores – le decía la gente al cabrero.
Y éste, asombrado, les contestaba:
- Pero si son unas cabras muy raras y nadie quiere mi leche y mis quesos.
El pobre cabrero ya no podía vender sus productos porque sus vecinos pensaban que las cabras de colores estaban embrujadas.
- ¿Y cómo es la leche que ahora dan tus cabras? – Le preguntó uno de los visitantes.
- Pues no lo sé. Aún no las he ordeñado.- Le respondió el cabrero.
-¡Probemos la leche!¡Probemos la leche! – Le decían los visitantes.
El cabrero se quedó mirando pensativo sus cabras mientras se frotaba su barbilla, dudó un instante, pero ante la insistencia de los visitantes y algunos vecinos de su pueblo se decidió a ordeñar una de las cabras. Cogió a la cabra de color rojo y cuando comenzó a ordeñarla se sorprendió al ver que la leche que salía era de color rojizo. La gente estaba expectante al ver que ocurría. El cabrero cogió el recipiente donde estaba la leche, la pasó a una taza, la probó, se rió y dijo dirigiéndose a los visitantes y vecinos.
-¿Alguien quiere probarla?.
Todos se miraron, ciertamente temerosos, y un niño fue el primero en decir:
-Yo, yo la quiero probar.
El cabrero miró a sus padres que estaban al lado, los cuales dieron permiso al niño para probar la leche, y así fue como el cabrero le dio una tacita al niño con leche roja de la cabra roja. Y cuando ya se había tomado la mitad exclamo con alegría.
- ¡Sabe a fresa!. ¡Tiene sabor a fresa!. Es como un rico batido de fresa.- y se terminó de tomar la leche.
El cabrero continuó ordeñando las demás cabras de colores y dándoles de beber a los visitantes, que se pusieron muy contentos al descubrir los distintos sabores que tenían los diferentes tipos de leche. La leche amarilla tenía sabor al mejor de los plátanos canarios, la leche anaranjada sabor a ricas naranjas del sur. La cabra de color verde daba una leche con refrescante sabor a hierbabuena, la leche de la cabra blanca daba un estupendo sabor a la más maravillosa de las natas. La leche de la cabra malva sabía a frescas moras de la cumbre. Y una viejecita que estaba probando la leche de la cabra azul dijo:
- Umh, esta leche azul me recuerda al claro y limpio cielo de las frescas mañanas de Primavera, es buenísima.
A partir de entonces, el cabrero vendió muy bien la leche y los quesos de colores y sabores a toda la gente que venía de muchos sitios diferentes para comprárselos. Sus cabras se hicieron muy famosas y todo el mundo quería verlas. El cabrero vivió muy feliz y siguió llevando las cabras al monte muy temprano todos los días para que siguieran comiendo las mejores hierbas, frescas y tiernas. Y de lo que no se olvidó el cabrero nunca fue de llevar a las cabras a aquel fantástico barranco donde había una cascada y donde estaba aquel precioso arco iris que lucía los mejores y más vivos colores, los mismos que sus siete cabras.