La primavera
había llegado a San Miguel, el pueblo del abuelo Juan, y eso lo sabíamos porque
ya comenzaban a brotar de la tierra y a inundar por todo el campo los tréboles,
las vinagretas y las margaritas. Pero también, como cada primavera, porque
nacían nuevas criaturas en la naturaleza y se oían a los nuevos terneros en las
cuadras, a los cerditos en los goros, incluso los relinchos de algún nuevo
potrillo, y en los árboles alrededor de la iglesia a los pajaritos en sus
nidos. Pero sin duda los animales que
más destacaban eran los nuevos baifitos. En San Miguel, todos los años nacían
nuevas crías que se incorporaban alegremente a sus rebaños.
Había, en el
barranquito de La Hoya ,
un cabrero que tenía un pequeño rebaño que pastaba por esa zona y que tenía una
cuevita donde vivían, fue allí donde nacieron dos de los nuevos baifitos de esa
primavera. El primero en nacer fue un revoltoso macho, de color negro y manchas
canelas, justo al lado de una tunera llena de preciosas flores de higo pico de
color amarillo, fue por eso que le llamaron “Tunero”. Después nació el
siguiente baifito que resultó ser una preciosa hembra de color blanco como las
nubes y así le llamaron “Nubecita”. Desde que nacieron no dejaron de estar
juntos, estaban todo el día corriendo, saltando, subiendo por las piedras y los
muros, no paraban de jugar y sus madres tenían siempre que berrear durante un
buen rato, llamándoles para que acudieran a tomar la lechita, pues eran muy
pequeños y no sabían comer solos.
Poco a poco
iban descubriendo el mundo que les rodeaba, las piedras, las personas, el
viento, el agua, los diferentes sonidos que se producían a su alrededor. Sobre
todo les gustaba la música que producía el viento al pasar entre las ramas y
hojas de los árboles. Tunero y Nubecita no dejaban de investigar por todos los
alrededores del barranquillo de La
Hoya ; pero un día se alejaron un poco, se acercaron a la gran
montaña colorada y comenzaron a oír un dulce silbido que provenía de detrás de
la montaña. Tunero miró a Nubecita y le dijo:
-
¡Vamos a investigar que es ese sonido!
-
Si, vamos, vamos – le contestó Nubecita, y ambos se
dirigieron hacia el lugar de donde provenía aquella especie de música que tanto
les gustaba. Pasaron la montaña y comenzaron a subir por lo que se suponía era
el cauce seco de un antiguo arroyo. Percibían como el viento les empujaba en la
espalda y les impulsaba a lo largo de lo que comenzaba a convertirse en un
barranco, y las paredes laterales de piedra se transformaban en altos muros
llenos de plantas que lo guiaban hacia lo alto del barranco. Cuando el viento
llegaba al final producía un estallido atronador que ponía los pelos de punta.
Tunero y Nubecita quedaron tan encantados con la melodía de sonidos emitida que
volvieron al principio del barranco, y corrieron junto a las continuas ráfagas,
persiguiéndolas por el antiguo cauce, oyendo su música y disfrutando de tan
precioso paisaje.
- ¡Qué maravilloso, qué
divertido! – decía Nubecita.
- Sí, si que es genial – le
contestaba su amigo Tunero.
Pero aún
faltaba lo más espectacular, que el viento llegara a lo alto del barranco y
estallara produciendo ese estrepitoso rugido. Los baifitos ascendieron por las
paredes del barranco hasta llegar a la cima del mismo, y allí lo esperaron nuevamente.
Mientras aguardaban descubrieron un olor nuevo, maravilloso y penetrante, tan
fresco que los baifitos creían que era lo producía el viento. Pero aún después de que éste se fuera,
el olor permanecía a su alrededor.
-
A mí me parece que este olor no es del viento – dijo
Nubecita.
-
Creo que tienes razón – le contestó Tunero – está entre
las rocas.
Nubecita acercó
su hocico a una planta de las que allí abundaban y que nunca anteriormente
había visto. La olió, se apartó rápidamente con incrédula expresión, y mirando sorprendida
a Tunero le dijo.
-
Ese olor tan rico lo produce esta planta.
Tunero también
acercó su hocico para oler y naturalmente confirmó el descubrimiento de su
amiga. Miraron a su alrededor y comprobaron que la cima del barranco estaba
llena del plantas como esa, y que había en abundancia entre las rocas. Pero
como ellos aún no comían plantas no sabían si esas eran comestibles. Hasta
ahora no las habían visto ni tampoco habían oído a sus mayores nada sobre
ellas, por lo que no las tocaron.
De regreso al
rebaño, los dos baifitos, como siempre, les contarían a sus madres las
maravillas que habían visto, las cosas nuevas que habían aprendido y las
travesuras que habían realizado. En esta
ocasión, como en otras, no sabían si se enfadarían por haberse ido tan
lejos a un lugar desconocido, pero tenían que contárselo, por que siempre
tenían que decir la verdad y no ocultar sus andanzas. Les describieron como
habían encontrado la entrada a un gran barranco, como silbaba el viento entre
sus paredes y tronaba el llegar a la cima, y que allí, en lo alto, habían
hallado unas plantas de un color verde intenso, con hojitas pequeñas y duritas,
siendo lo más característico un maravilloso olor que exhalaban y que a los
baifitos les era muy difícil describir, lo único que hacían era saltar, mover
la cabeza y cerrar los ojos mientras se sonreían. Las madres no conocían ese
barranco, ya que estaba fuera de su zona de pastoreo, por eso regañaron a los
baifitos, y tampoco eran capaces de reconocer a que clase de plantas se
referían sus hijitos. Las cabras se reunieron para comentar la aventura que
habían tenido ese día los más pequeños del rebaño y decidieron que lo mejor
sería ir al día siguiente a ese barranco nuevo y averiguar qué clase de planta
tan olorosa tenía alborotados a los baifitos.
Al día
siguiente por la mañana, todos los miembros del rebaño, con Nubecita y Tunero
al frente, se dirigieron a ese barranco en el que ninguna había estado antes.
Los baifitos señalaron a las demás cabras dónde estaba la entrada y comenzaron
a caminar por el fondo del barranco, quedándose sorprendidas de la cantidad de
silbidos que el viento hacia al pasar entre las paredes. Y cuando una ráfaga
soplaba con fuerza y llegaba a la cima se oía tal estruendo que algunas de las
cabras más viejas comentaron que no recordaban oír un sonido con semejante
rugido como aquél. Al llegar a lo alto del barranco un maravilloso perfume fue
percibido por todas las cabras.
-
¡Esta es la planta, esta es la planta! – señaló
Nubecita a su madre.
-
¡A que huele fantástico! – afirmó Tunero.
Las cabras
comprendieron la excitación de los baifitos, y también reconocieron la planta,
se trataba de hinojo. Era una de los alimentos favoritos de las cabras, pero
hacía tiempo que escaseaba y ya prácticamente no se veía por los alrededores de
San Miguel, por eso las cabras mayores no habían podido enseñarlas a Tunero y
Nubecita. Estaba claro que los baifitos habían encontrado un lugar en el que el
hinojo crecía verde, grande, tierno y sobre todo en abundancia, dándole el Sol
todo el día y recogiendo el fresco y la humedad del viento que subía por el
barranco.
-
Vamos Nubecita – le dijo su mamá – creo que ya puedes
probar el hinojo, verás que sabroso es.
Lo mismo le
indicó a Tunero su mamá. Y ambos baifitos se pusieron a comer hinojo, saboreando
sus tiernas y frescas hojas, y maravillándose con su olor. Desde entonces cada
vez que al rebaño le apetecía comer hinojo iban al barranco secreto, subían la
cima y no paraban de comer su planta favorita. Crecía tanto y tan deprisa que
parecía que nunca se acababa, y cuando no había en ningún sitio de San Miguel,
las cabras sabían que en su barranco era seguro que encontrarían.
Fue pasando el
tiempo y los baifitos iban creciendo. Tunero y Nubecita aprendían día a día
cuales eran las plantas, hierbas y frutas que podían comer, se pasaban todos
los días juntos convirtiéndose el uno para el otro en el mejor amigo.
Continuaron, cada vez que las mamás los dejaban, acudiendo a la cima del
barranco para oír el viento y sobre todo para comer hinojo.
Tunero, con los años, se
convirtió en un grandioso y poderoso macho cabrío, con una excelente cornamenta
que empezaba a destacar sobre otros machos incluso mayores que él. Y Nubecita
se transformó en una preciosa y simpática cabra que parecía una nube de algodón.
Una noche de
tormenta con rayos y truenos, justo al principio de una primavera, ambos
tuvieron una cría, un nuevo baifito que se uniría al rebaño. Un baifito
precioso, de color canelo con manchas blancas, una mezcla de sus padres y al
que pusieron el nombre de “Rayito”, en recuerdo de aquella noche de tormenta.
El nuevo baifito era juguetón, le gustaba saltar, correr, subir las rocas y los
muros, igual que sus padres cuando eran pequeños. Poco a poco Rayito iba
investigando los alrededores del pueblo para ir conociendo todos los lugares
por donde habría de moverse y sobre todo aprender de sus mayores cuales iban a
ser en el futuro las plantas y frutos que tendría que buscar para comer y que
serían su alimento, pues todavía se alimentaba de la lechita de su madre. Una
tarde sus padres pensaron que era el momento de enseñar a Rayito el gran
secreto de su rebaño y decidieron que al día siguiente llevarían a su cría a
conocer el barranco del viento y su cima.
-
Rayito, mañana te llevaremos a conocer un lugar muy especial
para nuestro rebaño y al que le tenemos mucho cariño – le dijo su padre.
-
¡Genial! – exclamó Rayito.
Nubecita estaba al lado de su
cría y le comentó:
-
Ese sitio lo descubrimos tu padre y yo cuando éramos
pequeños y desde entonces vamos cuando podemos.
Esa noche
Rayito se acostó a dormir pensando en la aventura que iba a tener al día
siguiente, en cómo sería ese lugar tan especial para sus padres.
-
¡Uy, qué nervios! Estoy tan impaciente – se decía el
baifito mientras trataba de dormir.
Al día
siguiente, tal y como habían dicho sus padres, el rebaño entero se dirigió por
el barranco de La Hoya
hacia la montaña colorada, para poder tener acceso a la entrada del Barranco
del Viento, pues así lo llamaban desde que lo conocieron. Caminaron por el
cauce seco del barranco cuyos lados iban siendo cada vez más altos y rectos. A
medida que iban avanzando, el viento empezaba
a tocar su melodía de silbidos y rugidos. Rayito estaba maravillado,
levantaba la cabeza y miraba a los lados del barranco intentando divisar qué
había más arriba, a veces miraba hacia atrás porque creía que el viento le
venía persiguiendo, pero no tenía miedo, avanzaba unos pasos y se ponía delante
del rebaño junto a su padre. Continuaron y comenzaron a ascender para llegar a
la cima. El paisaje lo tenía fascinado, pero una turbadora fragancia empezaba a
distraerle y comenzaba a estar más atento a los olores que estaba desprendiendo
la cima.
-
¿Qué olor tan rico es ese? – preguntaba Rayito.
Nubecita y
Tunero se miraban cómplices, sabiendo que al ser la primera vez que su baifito
olía ese aroma se quedaría prendado de él y no dejaría de buscar su
procedencia. Rayito olisqueaba el viento, las rocas, la hierba, los higos picos
de las tuneras, pero no encontraba el origen hasta que se fijó en una planta
extraña, muy verde, con sus hojas carnosas que parecían espinas y que cada vez
era más abundante.
-
¡Viene de aquí, es de aquí! – decía a sus padres el
baifito.
Rayito había encontrado el origen
del olor que tanto le había gustado.
Sus padres se acercaron a él y su
madre le comentó.
-
Escucha bien Rayito, la planta que emana ese olor y que
tanto nos gusta a todos se llama hinojo, y en nuestro pueblo es difícil que
crezca. Por eso nuestro rebaño guarda este sitio en secreto para venir aquí de
vez en cuando a comerlo, ya que es bueno para nosotros.
-
Tenemos que proteger este sitio – le dijo su padre – y
no contárselo a ningún otro animal.
-
Así lo haré – contestó Rayito.
-
A partir de hoy puedes comer hinojo, así que pruébalo y
disfrútalo – terminó diciendo Nubecita.
El baifo
arrancó el hinojo y comenzó a masticarlo mientras se le iba formando en los
labios una sonrisa de placer que le proporcionaba el sabor de la planta. Estaba
encantado con el buen gusto que le quedaba en la boca, una estupenda sensación
de frescor.
El rebaño
continuó durante muchos años acudiendo a la cima de vez en cuando para comer su
planta favorita, y Rayito creció convirtiéndose en un magnífico macho cabrío
con una cornamenta tan grande como la de
su padre.
Nubecita y
Tunero iban todas las tardes para proteger la cima de otros animales que no
tuvieran buenas intenciones. Lo que más les gustaba era echarse entre las rocas
mirando hacia el barranco, sintiendo como el viento subía silbando, y oír su
estrépito final contra la cima. Así continuaron incluso de viejitos, aunque ya
les costaba cada vez más subir por el barranco.
Una noche de
finales de invierno el rebaño estaba preocupado porque Tunero y Nubecita aún no
habían regresado de su diario paseo a la cima del Barranco del Viento. Rayito
en ese momento tomó el mando del rebaño y decidió que al día siguiente por la
mañana iría un grupo de cabras adultas con él a buscar a sus padres al
barranco.
Y así fue como
ocurrió. A la mañana siguiente cuando comenzaban a ascender por el barranco,
una de las cabras logró divisar a Nubecita y Tunero entre las rocas de la cima,
en el lugar que a ellos les encantaba echarse. Cuando llegaron, las cabras se
llevaron una increíble sorpresa, en el lugar donde las habían visto, había
ahora unas nuevas rocas. Rayito se acercó, se puso por delante y se dio cuenta
que las rocas tenían la forma de sus padres. Ahora descansaban juntos, para
siempre, cuidando del hinojo en la
Cima de los Baifos.